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Oh cazador', clama Emmanuel Taub, en un gesto anacrónico. Estos cantos piden inspiración a una musa singular, paradójicamente silenciosa. Los contenidos que pueda dictar al poeta serán necesariamente breves, cortantes, misteriosos. Inscriben su lenguaje en una zona profundamente ritual. El cazador de Taub es por añadidura solitario y nocturno: rinde culto a la noche, del mismo modo que su presa (ambos se arrodillan para adorarla). El hombre no es aquí un dios, sino hermano de la bestia, espejo suyo. Es evidente que cazar es más que matar a un animal: es aguzar los sentidos, perseguir huellas, recoger el trofeo de una victoria. Si no hay lucha, no hay caza. Taub canta a un guerrero, que tiene en la bestia un rival digno y en el bosque un campo de batalla onírico, abigarrado de símbolos. Porque, como puede adivinarse, el cazador no es aquí otro que el escritor, que de manera solitaria busca atrapar un sentido en el lenguaje, darle muerte a la voz mediante la incisión de la escritura. El 'infierno blanco' que Taub indica como ámbito de la caza es también el papel en blanco. Se trata en ambos casos del erotismo