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El conjunto arquitectónico de Melilla es uno de los ejemplos más nítidos de cómo una ciudad puede trascenderse a sí misma, evadirse de sus propios complejos y traumas y proyectarse con fuerza hacia el futuro. Y todo de una forma tan aparentemente fácil como natural: mediante la belleza de sus edificios en un trazado urbano ideal para mostrar una arquitectura concebida para ser admirada. Definir la belleza de una ciudad es muy difícil y requiere un gran esfuerzo de distanciamiento. Pero previamente hay que empaparse de ella, vivirla y ser partícipe de sus mensajes mudos mirar los quiebros de sus calles y sentirse observado por esas mujeres eternas que desde sus cornisas vigilan lo intrascendente. Flores de piedra que no se marchitan nunca, ondulaciones delirantes y derroche de color en un siglo XXI que contempla las ciudades del siglo anterior con cierto aire de escepticismo y de despreciable autosuficiencia. Melilla es todo eso y aún se resiste a ser encasillada o clasificada. ¿Ciudad modernista o ciudad art déco? ¿Ciudad ecléctica o ciudad militar? ¿Hija de Marte o de Mercurio? ¿Centro o periferia? Preguntas sin respuesta que van sumando nuevos argumentos a quienes piensan que la belleza es mejor no describirla científicamente, sino disfrutarla. Pero tanto derecho tienen los poetas y artistas a vivir y describir la ciudad, como la necesidad que tienen otros de entenderla de una manera racional y positivista. Por esa razón, antes de que las ondulaciones art nouveau de Melilla empezaran a interesar a los primeros especialistas catalanes, sus habitantes habían asumido que la belleza de sus calles no era algo para ser descrito, sino que era el escenario donde se desarrollaban sus vidas cotidianas. Y eso, es más difícil de sistematizar. Fue por tanto el interés foráneo el que descubrió Melilla al gran público tanto español como extranjero. Es la sorpresa y la reacción de personas como Salvador Tarragó, Francisco Miralles, Joan Bassegoda o Fernando Chueca quienes dan la voz de alarma: Melilla existe (cosa que ya se sabía), pero existe en la belleza de su arquitectura modernista, en la calidad de sus edificios y en la racionalidad de su urbanismo. Un mensaje así no debía pasar desapercibido en un panorama cultural español muy determinado por lo que en otro lugar hemos definido como complejo del centro y de la periferia. Y la periferia existe en la medida que el centro la descubre o no, y aún así, la óptica siempre estará algo desenfocada. Entender Melilla dentro de esta dinámica, nos lleva irremediablemente a una constante autojustificación, mantener un permanente discurso de que existe una Melilla modernista, y eso es un profundo error. Evidentemente, la percepción y la calidad modernista de Melilla están por encima de la dialéctica citada. Entre otras cosas, y aunque hasta casi sintamos pudor en decirlo, porque Melilla tiene más densidad modernista y art déco que el supuesto centro. No es cuestión de establecer ejercicios comparativos con otras capitales españolas, puesto que eso nos haría perder objetividad y entrar en un debate estéril, pero sí queremos señalar que muy pocas ciudades pueden presentar un catálogo de edificios modernistas y déco como el que Melilla dispone. El conjunto de su arquitectura, en su mayor parte declarado Bien de Interés Cultural desde 1986, cuenta actualmente con un catálogo de algo más de 500 edificios englobados en las tendencias estéticas de la primera mitad del siglo XX y forman por ello un conjunto de una