Suscríbete a nuestro boletín de novedades y recíbelo en tu email.
Escribir aforismos -o escribir divinanzas, como a mí me gusta llamar a estos míos- presupone tener en muy alta estima las condiciones de quien nos va a leer, lo que no deja de ser un signo de cortesía y -quién lo diría en estos tiempos- de optimismo.
Todo aforismo pretende ser más que un alimento, un excitante, más que una cosmovisión, una cierta mirada y, porque le exige al que lee la iniciativa de remontar el curso de una conclusión y una mayor capacidad para concentrarse de la que se requiere para una obra compuesta, todo aforismo es... más de lo que es.
El aforista suele ser alguien que ha sobrevivido a muchos sistemas y a muchos libros y que regresa, si no desnudo, sí con unos pocos andrajos y jirones, casi descalzo, con el convencimiento de que ya no puede cargar más que con lo necesario.
El aforista se sabe y se quiere vulnerable, porque en el fondo sospecha que nuestras verdades supremas carecen de lógica y que nuestras certezas más arraigadas son las más arraigadas y fructíferas porque también son las más indefensas ante los argumentos racionales.