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Cuando a finales de la década de los setenta el Suplemento Cultural del diario Pueblo contó entre sus colaboradores habituales con Sabino Ordás, la figura de este intelectual, recién regresado de los Estados Unidos, originó cierta expectación en los ambientes literarios del momento, hasta el punto de que muy pronto comenzar on a recibirse en su retiro leonés de Ardón visitas de gentes empeñadas en establecer contacto personal con el maestro que tras la guerra civil había vivido un largo exilio, profesando en diversas universidades americanas. Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino, con el deseo de evitar lo que alguien podría tomar por broma de mal gusto, se vieron obligados a lanzar algún que otro aviso sobre la verdadera filiación del personaje, un apócrifo casi tan verdadero como sus autores.